Por Emiliano Guido
No hay proceso de integración regional si no nos complementamos. Necesitamos más unidad política para enfrentar la crisis global”, advirtió la presidenta argentina, Cristina Fernández, al momento de epilogar, en lo formal, la Cumbre de Mendoza. A su vez, esas palabras prologaron un nuevo Mercosur, ahora con Venezuela como espada energética del bloque y sin Paraguay por unos meses, por lo menos hasta que desande su putsch parlamentario.
La Puna se conecta a la igualdad
Apuntes para un hipotético Manual de Gorilismo
Escrito por Mempo Giardinelli
Suele ser persona de clase media o alta, temerosa de todo posible
cambio, que aprueba los autoritarismos cuando le conviene y, sobre todo,
visceralmente antiperonista.
Por Mempo Giardinelli
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El así designado suele ser
persona de clase media o alta, ultraconservadora, retardataria y temerosa de
todo posible cambio, que aprueba los autoritarismos cuando le conviene y, sobre
todo, visceralmente antiperonista.
No importa si su origen
ideológico son las dizque derechas o izquierdas, o el siempre improbable centro.
Lo que interesa, para esta
modesta reflexión, es que el gorilismo describe una actitud argentina
perfectamente identificable, que reaparece de manera circunstancial y que, en
los últimos tiempos, aflora mediante alianzas inesperadas, asombrosas y que
podrían ser divertidas si no fuera que son también peligrosas.
Identificar el gorilismo es
fácil, ya que sus manifestaciones son el desprecio racista, el resentimiento de
clase, un irreductible comportamiento necio, una decidida e indisimulable
intolerancia y una ignorancia pertinaz (salvo en sus núcleos intelectuales,
minoritarios, donde hay notables gorilas letrados).
El gorilismo hace que algunas
personas tanto aplaudan a quien los manipula, utiliza y arruina, como insultan a
los que tienen al menos la voluntad y el deseo de generalizar una vida mejor
para la especie.
Por ejemplo, el gorilismo dice
compartir la idea de que la educación es el camino idóneo para el mejoramiento
de los pueblos, pero consiente el cierre de escuelas y el maltrato a la
docencia, y ni se diga de sus programas educativos, generalmente retrógrados.
Desde luego les encanta la
austeridad, pero de los otros.
El gorilismo sabe y reconoce y
admira que en los países del Primer Mundo se paguen impuestos, pero no quieren
pagarlos aquí, y se autoconvencen con la fácil excusa de que “lo que pasa es que
acá se roban la plata para hacer caja”.
Al gorilismo lo constituyen
miles de personas de bien, quede claro.
Suelen ser buenas personas,
simpáticas, amistosas, que gustan del asado y el buen vino como cualquiera, pero
tienen la curiosa peculiaridad de que cuando mejor les va en materia de trabajo
y bienestar, es cuando más se quejan.
Por rarísima e inexplicable
razón, no soportan que los que están más abajo en la escala social quieran
ascender socialmente mediante trabajo y esfuerzo, de igual modo que la inclusión
social les parece apenas demagogia.
Otra extrañísima actitud de
muchos gorilas es que combaten alegremente las medidas de gobierno que los
benefician, a la vez que sienten una inexplicable nostalgia inconfesada por
todos los que le arruinaron presentes anteriores, por caso el señor Domingo
Cavallo.
Desde luego se exacerban cuando
escuchan o pronuncian palabras que los irritan.
Por ejemplo “Perón”, “Evita”,
“Kirchner” o “Cristina” son vocablos que instantáneamente les enturbian el
cerebro y los llenan de un odio incontrolable hacia “negros”, “bolitas”,
“extranjeros”, cartoneros y pobres de cualquier condición (aunque los gorilas de
izquierda retóricamente siempre creen estar del lado de los pobres).
Los gorilas de cepa son muy
gritones, porque no escuchan, y metafóricamente les crecen pelos, cejas y barbas
a la par que una insólita dureza verbal los conduce a una especie de rara furia
asesina.
Basta leer los comentarios de
los lectores de La Nación, Clarín o Perfil, plagados de estos especímenes
gorilísticos, donde se alcanzan niveles tan grotescos que espantarían incluso a
Don Bartolomé Mitre y a Roberto Noble, y encima con errores ortográficos que
horrorizarían a mis maestras de la Escuela Benjamín Zorrilla.
El gorilismo se completa, desde
luego, con el oportunismo de políticos y periodistas que en su afán de
capitalizarlos creen que hay que entender a los gorilas y entonces les señalan
caminos inútiles, los irritan con mentiras sin disimulo y les tocan lo que rima
con tal de utilizar su capacidad simia de chillar y armar escándalo, por ejemplo
cacerola en mano.
Claro que lo más asombroso,
como vemos estos días, es la coincidencia entre el gorilismo tradicional (de
origen paquete y derechoso, nostálgico de los supuestos buenos, viejos tiempos
de milicos y genocidas) con el gorilismo de izquierda, todo servicio y extravío,
y cuya única coherencia histórica es haber pishado siempre fuera del
tarro.
....Sólo cabe rogar que, esta vez,
los gorilas vernáculos se parezcan a sus simpáticos primos del tren que inventó
Osvaldo Soriano en memorable novela, y no generen violencia.
Ese es el único miedo que el
gorilismo provoca, y lo único que las tolerantes mayorías argentinas no quieren,
desprecian y rechazan.
MG/
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